viernes, 31 de marzo de 2017

La vida que debo

Tenía yo diez años, estaba con mi madre en la cocina de la casa de Neza y mi padre llegó del trabajo, entró y le entregó a ella las llaves de la nueva casa, la propia, y pude ver su sonrisa y sorpresa. Recuerdo que los únicos edificios de la zona eran los de la Unidad Habitacional, por eso aún se podía ver el horizonte y el cielo azul en todas direcciones. Cuando llegamos ahí la región no hace mucho funcionaba todavía como sembradíos de maíz, cempoalxochitl y forrajes varios. Hoy en día es tan sólo un pedazo más de esta monstruosa ciudad.


El edificio estaba prácticamente deshabitado, incluso pensé que en ese momento éramos los únicos en él, pero más tarde descubriría que no era así. Lo primero que hicimos fue limpiar, barrimos el polvo (que era mucho, porque sin grandes construcciones el aire daba todas las vueltas que podía y levantaba toda la tierra suelta), pero cuando quisimos trapear descubrimos que aún no teníamos agua corriente y me mandaron a ver si encontraba alguna llave junto a las bombas de agua.

Encontré una llave, la abrí y salió agua; llené una cubeta, subí las escaleras y toqué el timbre. La puerta apenas se abrió y ya empezaba a entrar yo cuando me di cuenta que las personas que estaban frente a mí no eran mis padres. Me había equivocado de casa, al ser la primera vez que estaba ahí confundí la puerta. Recuerdo un señor de bigote y una señora, pero de ella no recuerdo casi nada, acaso un cabello mediano y café. Me despedí balbuceando una disculpa y ellos sonrieron, todavía alcancé a oír una risa leve mientras cerraban su puerta.


Pasarían muchos años antes de que nos mudáramos finalmente y cuando eso sucedió y empecé a reconocer a los vecinos; al poco tiempo identifiqué a los señores de la casa en la que quería entrar por error, se trataba de un matrimonio sin hijos, ya la juventud los había abandonado. Luego, no sé cuanto tiempo después, algunos años supongo, un día mi madre nos contó que la vecina estaba enferma, muy enferma, tanto que estaba hospitalizada. Dejamos de verla por varios meses.

Un día regresó la vecina; mi hermana y yo la vimos subir las escaleras, por su propio pie, como si no hubiera estado enferma, como si sólo se hubiera ido de vacaciones; nos saludó y sonrió. En aquel entonces mi hermana y yo estudiábamos la secundaria y a veces nos íbamos solos a la escuela, que no estaba a unas cuadras, sino bastante lejos, tomábamos un par de microbuses y hacíamos unos cuarenta minutos de viaje.

Cerca de la secundaria teníamos un par de supermercados y a veces mi madre nos encargaba algo para la comida, cosas sencillas que no costaran mucho o fueran complicadas de transportar. Un día íbamos a comer ensalada rusa y nos pidió un frasco grande de mayonesa. En aquel entonces todos los frascos eran de vidrio y en los grandes almacenes no encontrabas frascos pequeños, esos eran para las tienditas de la esquina, entonces compramos un bote de más de medio kilo, que en aquel entonces era una porción grande; yo sé que hoy, en los tiempos de los hipermercados, eso no parece mucho.


Acabamos de bajar del último transporte y mi hermana y yo íbamos platicando, desgarbados como cualquier adolescente, sin prestar mucha atención a nada. De pronto la delgada bolsa del supermercado cedió al peso del frasco y se rompió. Sobre la banqueta quedó estrellado el bote de mayonesa. Los adolescentes son prácticamente niños... mi hermana y yo entramos en pánico y corrimos a la casa para arañar cajones y escondrijos a fin de encontrar algo de dinero para reponer la mayonesa perdida, claro, si es que en las tiendas de la zona encontrábamos un frasco de ese tamaño, porque no podíamos decirle a mi madre que gastamos todo el dinero que nos dio en un frasquito.

Finalmente logramos encontrar suficientes monedas y salí a la calle a buscar una mayonesa de buen tamaño, por suerte, a la tercer tienda lo hallé y regresé corriendo a la casa, porque mi madre podría regresar en cualquier momento. La ensalada rusa ya estaba lista y sólo faltaba agregar la mayonesa... pero el frasco estaba demasiado apretado y ni mi hermana ni yo podíamos abrirlo, y pensamos que quizá algún vecino nos podría ayudar, pero a esa hora había pocos, quizá sólo la vecina que estaba enferma y alguien más.

Yo fui a tocar. No sé si es literatura, pero creo que mientras tocaba a su puerta recordé la vez que me equivoqué y casi entraba por error a su casa. Toqué y esperé un momento. Nada... silencio. Volví a tocar y algo me llevó a acercar el oído a la puerta. Escuché algo, sé que escuché algo. Fui con mi hermana y le dije que creí haber oído algo. Ambos sabíamos que ella recién había regresado de su enfermedad y dudamos. Después de un rato, decidimos preguntarle a otra vecina, la cual acostumbraba visitar a la vecina enferma, pero detrás de su puerta también estaba el silencio.

Regresamos a la casa y por fin pude abrir el frasco de mayonesa, comimos y un par de horas después llegó mi madre... se había tardado un poco, cuando la vimos entrar su semblante nos preocupó. Ella había estado en el patio, esperando, junto con otros vecinos, a que se llevaran a la señora en ambulancia.


Resulta que cuando yo toqué a su puerta ella sí estaba dentro, había tenido un convulsión y estaba medio inconsciente. Con lo que le restaba de fuerzas intentó hacer un ruido, hacer una señal. Seguramente cuando toqué a la puerta ella intento algo, quizá creyó que su esperanza se cumplía, que la salvación había llegado. Pero no, estuvo sola, tirada en el suelo sin poder hacer nada. Ella murió esa misma noche.

Nunca le contamos a mi madre la aventura de la mayonesa y sólo mi hermana sabía que creí oír algo en su casa cuando fuimos a buscar a la vecina. Durante muchos años me consideré responsable de su muerte, y siempre que regresaba a la casa pasaba frente a su puerta y pensaba en ella, suplicante, sin poder moverse, y yo yéndome, llevándome su esperanza.




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