Esta ha sido una especie de "Semana Maya" en el blog, el lunes y martes vimos un facsimilar de un códice maya que tengo, ayer, les conté un chisme de un pueblo de Campeche, hoy, que es Jueves Retro Blog les traigo una nota que escribí hace más de diez años, justamente producto de aquel viaje que hice por toda la península, retrata algo que sucedió la última noche que estuve en Mérida, Yucatán; además, esta nota forma parte de una novela que nunca vio la luz, llamada El Hedor. Edité apenas muy poco, algún error muy evidente, cambié un par de nombres y acaso una referencia directa.
Años después, en un restaurante de comida “progresiva mexicana” encontré la huida, algo cedió en el fondo de mi corazón, le di la razón a él, a su ex novio; ahí en ese punto en el que tanto había sido receloso durante muchos años, en aquella circunstancia que hace años me había lastimado hasta lo indecible, bastaba con escuchar esos tres arpegios, aún cuando fuera en medio del ruido urbano, para sentir otra vez ese retraimiento, producto de un trauma que yo mismo había propiciado, pues yo mismo dejé que esa llaga se hundiera en lo más profundo de mi piel, yo mismo mantuve fresca la herida, yo mismo le provocaba sangrados cuando era necesario. Todo eso hasta esa noche, esa noche que con toda tranquilidad me acerqué al dj para preguntarle por Samba pa´ti de Santana.
El restaurante era de esos para turistas, a dos cuadras del centro de Mérida, y a una cuadra de nuestro hotel. Era el fin de dos agotadoras semanas de trabajo en medio de comunidades mayas, era el término de un arduo trabajo que se había coronado con una reunión donde la dirección del Corredor Biológico Mesoamericano intentó reñirnos por causas mínimas; así que entrar a ese restaurante a las doce la noche, aún cuando nuestro avión salía a las seis de la mañana, era una delicia, completamente subjetiva, por supuesto.
El dj dijo que no tenía la pieza, pero la banda que tocaba en vivo la tenía en su repertorio y en media hora volvería a tocar; sólo había que esperar y mirar la carta mientras mentalmente confeccionaba el balance mental, con sumo cuidado colocar los elementos, ser justo, ser crítico y poner solo valores absolutos, nada de posibilidades, nada de hubieras, nada de especulaciones y vanos rastreos, nada de fugas posibles, nada de interpretaciones al uso, nada de martirizarse buscando la excusa, nada de aquello que era el centro del pensamiento que organizaba en torno a ella; nada de lo aprendido en la escuela del dolor barato de la educación sentimental, fuera teatros, aunque se corriera el peligro de caer en el vértice de la falsa humildad; tampoco se trataba de envilecer mi vida pensando que aquello había sido cosas de niños, no era la intención recaer en la disculpa social, la corta edad, la nula educación sexual, dejar la culpa para otros ni cobijarse bajo la fría existencia mundana, no.
Y ahí, en ese pleno intermedio, en ese viaje que significaba la renuncia a una vida vieja, que me abría la puerta incitándome a nuevos juegos, siempre más maduros pero menos honestos (eso que le llaman la vida adulta); después de haberme topado con la realidad nacional, siempre menos patriótica y mucho más lacerante que la estampita que nos ofrece el sub Marcos; ahí, en medio de ese cóctel, sentí alegría y perdón, algo como un contento espiritual, algo que no se obtiene pero que llega, algo que no es dado, pero cuando llega, nos pertenece.
Entonces viene el mesero y toma la orden: spaghetti negro con camarones y cerveza; vino mi plato, y mientras la plática deriva en cosas vanas y lúcidas, llega la banda y me deja caer en la cara, resbalando por la frente y pasando por mis ojos, avanzando por mis labios mientras continua hacia abajo ese aire tibio, cálido, húmedo del recuerdo que se aprecia, pero no lastima, no llama al antojo de volver a ser; ese recuerdo que se acepta sin ritos, sin reconversiones, sin dolores y panaceas.
Ella, una mujer como muchas otras, una mujer que no es buena ni mala, una chica que simplemente hizo sus elecciones, una chica que deseó solemnemente tener una vida, construir una familia con el chico al que amaba, aunque no supiera lo que es el amor, una chica con miedo, pero llena de esperanzas, confundida como todos nosotros, un chica que despejaba sus dudas y temores a golpe de espada y puño seco, una chica que nunca se desnudó, que nunca se entregó, porque eso era una falacia, el fuego no se puede entregar, se pertenece a sí mismo.
Ahí me di cuenta que mi problema no era con esa muchacha que andaba por ahí, quizá dormida a esa hora, viviendo su vida; ella era inocente de todos esos años de tristezas, de luchas con molinos y furia vieja. Ella, la mujer real se levantaría al otro día, se bañaría y viviría esa vida donde yo ya no estaba. Mi problema era con la mujer que tenía dentro de mí, la que había formado en mi mente, con mis esperanzas y mis sueños, la que tenía atrapada dentro, muy por debajo de mi piel y entre mis huesos, ella es la que me había atormentado hasta entonces, y ahí, en ese restaurante de la península de Yucatán lo entendí y la dejé ir.
Años después, en un restaurante de comida “progresiva mexicana” encontré la huida, algo cedió en el fondo de mi corazón, le di la razón a él, a su ex novio; ahí en ese punto en el que tanto había sido receloso durante muchos años, en aquella circunstancia que hace años me había lastimado hasta lo indecible, bastaba con escuchar esos tres arpegios, aún cuando fuera en medio del ruido urbano, para sentir otra vez ese retraimiento, producto de un trauma que yo mismo había propiciado, pues yo mismo dejé que esa llaga se hundiera en lo más profundo de mi piel, yo mismo mantuve fresca la herida, yo mismo le provocaba sangrados cuando era necesario. Todo eso hasta esa noche, esa noche que con toda tranquilidad me acerqué al dj para preguntarle por Samba pa´ti de Santana.
Hace dos meses volví a Mérida, ¡el restaurante del texto sigue existiendo! Foto propia |
El restaurante era de esos para turistas, a dos cuadras del centro de Mérida, y a una cuadra de nuestro hotel. Era el fin de dos agotadoras semanas de trabajo en medio de comunidades mayas, era el término de un arduo trabajo que se había coronado con una reunión donde la dirección del Corredor Biológico Mesoamericano intentó reñirnos por causas mínimas; así que entrar a ese restaurante a las doce la noche, aún cuando nuestro avión salía a las seis de la mañana, era una delicia, completamente subjetiva, por supuesto.
El dj dijo que no tenía la pieza, pero la banda que tocaba en vivo la tenía en su repertorio y en media hora volvería a tocar; sólo había que esperar y mirar la carta mientras mentalmente confeccionaba el balance mental, con sumo cuidado colocar los elementos, ser justo, ser crítico y poner solo valores absolutos, nada de posibilidades, nada de hubieras, nada de especulaciones y vanos rastreos, nada de fugas posibles, nada de interpretaciones al uso, nada de martirizarse buscando la excusa, nada de aquello que era el centro del pensamiento que organizaba en torno a ella; nada de lo aprendido en la escuela del dolor barato de la educación sentimental, fuera teatros, aunque se corriera el peligro de caer en el vértice de la falsa humildad; tampoco se trataba de envilecer mi vida pensando que aquello había sido cosas de niños, no era la intención recaer en la disculpa social, la corta edad, la nula educación sexual, dejar la culpa para otros ni cobijarse bajo la fría existencia mundana, no.
Y ahí, en ese pleno intermedio, en ese viaje que significaba la renuncia a una vida vieja, que me abría la puerta incitándome a nuevos juegos, siempre más maduros pero menos honestos (eso que le llaman la vida adulta); después de haberme topado con la realidad nacional, siempre menos patriótica y mucho más lacerante que la estampita que nos ofrece el sub Marcos; ahí, en medio de ese cóctel, sentí alegría y perdón, algo como un contento espiritual, algo que no se obtiene pero que llega, algo que no es dado, pero cuando llega, nos pertenece.
Entonces viene el mesero y toma la orden: spaghetti negro con camarones y cerveza; vino mi plato, y mientras la plática deriva en cosas vanas y lúcidas, llega la banda y me deja caer en la cara, resbalando por la frente y pasando por mis ojos, avanzando por mis labios mientras continua hacia abajo ese aire tibio, cálido, húmedo del recuerdo que se aprecia, pero no lastima, no llama al antojo de volver a ser; ese recuerdo que se acepta sin ritos, sin reconversiones, sin dolores y panaceas.
Ella, una mujer como muchas otras, una mujer que no es buena ni mala, una chica que simplemente hizo sus elecciones, una chica que deseó solemnemente tener una vida, construir una familia con el chico al que amaba, aunque no supiera lo que es el amor, una chica con miedo, pero llena de esperanzas, confundida como todos nosotros, un chica que despejaba sus dudas y temores a golpe de espada y puño seco, una chica que nunca se desnudó, que nunca se entregó, porque eso era una falacia, el fuego no se puede entregar, se pertenece a sí mismo.
Ahí me di cuenta que mi problema no era con esa muchacha que andaba por ahí, quizá dormida a esa hora, viviendo su vida; ella era inocente de todos esos años de tristezas, de luchas con molinos y furia vieja. Ella, la mujer real se levantaría al otro día, se bañaría y viviría esa vida donde yo ya no estaba. Mi problema era con la mujer que tenía dentro de mí, la que había formado en mi mente, con mis esperanzas y mis sueños, la que tenía atrapada dentro, muy por debajo de mi piel y entre mis huesos, ella es la que me había atormentado hasta entonces, y ahí, en ese restaurante de la península de Yucatán lo entendí y la dejé ir.
PRIMER SEMANA MAYA
MI COLECCIÓN DE PIEZAS PREHISPÁNICAS
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