martes, 14 de septiembre de 2010

A mis 23 años

Ya falta menos. Hoy toca ver el texto que escribí cuando tenía mis 23 años. Todavía era un chamaco, pero ya me empezaba a atemperarme, acaso hay un exceso de confianza.




23 años

A mis 23 años he sentido la locura, y también la fascinación. Soy un hombre de grandes contrastes. A veces he tenido alas, en otras ocasiones nada he tenido, he volado entre el fuego, me he perdido entre las brumas de una verdad que sospecho amarga, no pretendo ser nadie y a la vez quisiera ser todo. La maldita depresión ha sido mi gemela; la incertidumbre es mi guía.
Tengo un plan, que a medias, he logrado. No logro imaginar mi futuro, ni los pasos que daré, pero si se que inevitablemente voy a conquistar mis deseos, pero también se que solo basta dudar un momento para perderlo todo. Sólo basta quedarme viendo un cuadro, escuchando una tonada, pintando una línea, para quedarme en la locura, en la total desconexión, sumido en la más plena incoherencia. Y lo sé porque he estado en las orillas de esa isla.
Una vez que conocí eso no puedo vivir con la misma seguridad, a veces simplemente tratar de abordar el minibús me resulta en extremo complicado. Sin embargo, como podría esperarse, esa separación me ayudó a poder ver al hombre como lo que es, por dictamen de ideológico: un animal.
Un animal imbuido en su propio orgullo y seguridad, sumado a idolatrías, sin siquiera acordarse de regimenes y revoluciones. Así está a la disposición de la naturaleza, y es tanto su orgullo, antaño deseo, que desde que el hombre es tal ha creado dioses para tratar de controlar al planeta, hoy en día hasta está desarrollando un gel para evitar que se formen las nubes tormentosas.
Si el hombre ha de querer hacer una revolución tiene que comprender la gran tragedia humana. Tiene que quitarse opresiones para poder libremente escoger el lugar de su tumba, como si de un dios que escoge cuando morir se tratara.
Tantas cosas y mochilas y autos, obras de arte, huevos fritos y lapiceros; todos gritando “¡El Hombre es la medida de todas las cosas!” Pero el ser humano ni siquiera comprende lo que ha creado.
Esta vida que vivimos es un sueño, somos menos que una rasgadura en la tela del tiempo; el mismo universo tiene un fin.
La muerte, solo la muerte es la única certeza. La extinción es segura, sólo en eso confío. Mientras tanto ¿qué?, ¿nos sentamos en la ventana ha ver el cielo esperando el momento en que explote el universo? Aprovechemos esta fugacidad de conciencia que tenemos. Sin tonterías ni mediocridades, sin hedonismo ni optimismos, sin auto superación ni éxito personal. Sólo con la humildad de sabernos seres humanos vivos. Y eso es tan difícil como tratar de saber por qué un perro anda apresurado por la calle.
Yo estoy conciente de la necesidad de una revolución, pero eso no me exime de olvidarnos de la naturaleza de las reglas de la existencia, del único destino fatalista que ha de cumplirse.
¿O podemos imaginarnos a la humanidad como a una raza milenaria nómada del espacio?
Podrán creer que esto que escribo son pataleos de adolescente frustrado. Todo menos eso, por favor. Tengo el derecho universal de escribir esto que siento. No tengo que respetar filosofías establecidas. Mi derecho nace simplemente porque existo y tengo la posibilidad de pensar mi existencia, y la del mundo en la que vivo. Yo no tengo miedo de contradecir a Platones o Aristóteles. Soy un humano con conciencia que piensa su propio momento.
¿Se leerán éstas hojas en el futuro?, alguien más será testigo de esta volátil verdad que vivo. Quisiera ser un Aleph y ver tu cara, y ver todo el mundo en todo instante, quisiera ser tiempo, aunque también éste tenga final.
Mientas escribiré esta bitácora de viaje. Narraré mis ilusiones y desventuras, cantaré mis fracasos y los leves triunfos que existirán en tanto viva su progenitor.
Mil dioses han muerto, mil morirán, pero millones de humanos han dejado de ser, y ¿quién los recuerda con detenimiento?, sólo algunos perviven en galerías y bibliotecas que el tiempo, tarde o temprano se llevará al olvido.
Ahora veo unas pantorrillas de mujer y mil preguntas caen: ¿quién las ha besado?, ¿quién las ha visto?, ¿quién las ha acariciado?, ¿Cuántas veces se han golpeado?, ¿con qué objetos?, ¿cómo eran cuando la mujer era niña?, ¿en qué puntos, bajo que ocasiones o cuantas veces han sentido comezón?, ¿cómo serán los huesos de la pantorrilla?, ¿cuánto tardaran en pudrirse cuando la mujer muera? Pero la pregunta más importante es esta: ¿Qué papel juegan esas pantorrillas para la humanidad, para el tiempo, para la vida?
Futilidades, no he de negarlo. Sólo buscaba dar un ejemplo, hacer explotar la mente tuya, sólo quiero obsesionarte con el tema (¿a quién le hablo, tendré lectores en este mundo?).
Bien, ¿cuál es el tema que se persigue? Ninguno y acaso todos. Porque la realidad se presenta de ese modo, al menos para mí.
Lo que busco es desgajar las concepciones, el orgullo humano de cuanto cosa existe. Basta mirar la ropa que vestimos, ahora, hasta podemos ir a la librería y encontrar decenas de tomos sobre la historia de los vestidos, así mismo existen investigaciones en torno al tema y el colmo está en la cantidad de dinero a la se cotizan ciertas prendas “de diseñador”. Se nos ha olvidado la función de la ropa; es más: existe ropa disfuncional (trajes exóticos de chocolate). Pero el estúpido orgullo de ésta raza de animales llamados “hombres” ha formado cultos en torno a cada una de las necesidades.


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